Cinco y treinta de la mañana y la bruma de Lima se empieza a diluir. Las cosas —todo el equipaje que cargamos, fundamentalmente para comodidad de los niños— están listas y solo queda hacer las revisiones de rigor a la camioneta: presión en las llantas, niveles de aceite y demás líquidos. Inmediatamente hay que iniciar el periplo hacia Ticlio, donde espero llegar en no más de dos horas, tomando en cuenta que, se supone, a esta hora no hay mucho tráfico.
De pronto, un manto verde cubre los agrestes cerros que vamos descendiendo y llegamos a una pequeña población en la que sus habitantes nos ofrecen granadillas (realmente sabrosas) y truchas recién "cazadas", según dicen ellos mismos. Es claro que ya estamos en plena ceja de selva o selva alta y el aroma del ambiente nos embelesa con una bienvenida que deleita todos los sentidos. El calor empieza a sentirse y, claro, el sol refulge, como un antiguo emperador que domina todos estos confines con los sables infinitos de su luz. La llegada a San Ramón la hemos logrado en siete horas, finalmente, tiempo que, a pesar de todo, resulta razonable. La ciudad es pequeña y, desde luego, ni remotamente encontraremos las comodidades que se dejaron en Lima, la única metropoli en el país. Sin embargo, hemos llegado hasta aquí, justamente escapando de todo lo que es la estresante modernidad de la capital. Nos instalamos en el Hotel El Refugio, el mismo que resulta cómodo, con un ambiente que permite al turista vivir la ilusión de estar en medio de la selva: grandes árboles, abundante vegetación, algunos animales enjaulados. Asimismo, en la habitación hay un televisor con cable, el mismo que satisfacerá las demandas urbanas de mis dos pequeños hijos y nos permitirán pequeños lapsos de silencio. Jueves pernoctaremos aquí en San Ramón y el viernes, al mediodía, enrumbaremos hacia Satipo; los padres hemos llegado a ese acuerdo autoritario, para disfrutar de la selva selva. El mayor de mis hijos protesta, pues él quiere quedarse a vivir en El Refugio. Le explicamos que allá estaremos en otro hotel, igual de bonito. En el Refugio hemos disfrutado de la piscina, que a pesar de la hora está muy templada. Y el calor aquí en San Ramón no es muy fuerte.
Rápidamente atravesamos Chaclacayo, Chosica, Ricardo Palma, San Mateo, Casapalca y llegamos —más del tiempo previsto— al abra de Anticona, ubicada a 4818 metros sobre el nivel del mar, donde el escenario se muestra adornado por nieve que a la vuelta habrá desaparecido. Ya el mayor de mis hijos ha sufrido los estragos del viaje (mareo), aunque no los del soroche con los que se confunde cualquier malestar sentido por personas de la costa cuando irrumpen en los Andes (el mareo, más bien las náuseas que lo caracterizan, se previene, con un medicamento conocido). Seguimos, sin pausa, hacia La Oroya, donde nos detendremos a comer algo y beber un café caliente. Hasta ese momento, la carretera se ha presentado casi impecable, aunque, claro está, con la ya conocida estrechez para el tráfico que soporta; pero, desde esa pequeña urbe minera hasta la ciudad de Tarma e incluso ya un poco más allá, rumbo a San Ramón, la carretera asfaltada deviene en una lamentable vía que hace añorar una carretera simplemente afirmada —esta es una primera invitación a reflexionar respecto al abandono de los pueblos del ande, a pesar de las riquezas que siguen encontrándose en las entrañas de esos dioses tutelares.
En Tarma, más allá de la molestia por el lamentable estado de la carretera, se encuentra una ciudad de atractivos paisajes, ciudad enclavada en medio de los andes centrales y conocida por una importante producción de flores. Esta ciudad está rodeada de paisajes coloridos con gran presencia de andenes. En caso de que se decida tomar esta ciudad como objetivo de un viaje, creo que se encontrará suficientes atractivos por conocer, empezando por el solo hecho de disfrutar la belleza de esos parajes.
Pero, en nuestro caso, tenemos que continuar, pues vamos retrasados. Habíamos previsto que el arribo a la ciudad de San Ramón lo haríamos luego de cinco horas de viaje. Imposible. Los niños necesitan un ritmo más pausado y no se les puede negar las paradas para estirar las piernas, para descansar de la rigidez a que obliga la permanencia en el vehículo, para desfogar el mareo persistente. La carretera, a medida que nos alejamos de Tarma y nos acercamos a San Ramón, va mejorando y el asfaltado se vuelve a hacer digno de esa caracterización.
A esa hora —aproximadamente, las 10:00— se hace evidente el descenso a través de la cordillera que cae como una filuda cuchilla. Y el cambio del paisaje me recuerda el texto de John Murra respecto al control vertical de pisos ecológicos en los andes prehispánicos: realmente el conocimiento de esa variedad constituye nuestra mayor riqueza y, lamentablemente, eso se perdió en gran medida con la conquista y, aún hoy, no hemos podido, como país, como región, recuperar ese acervo cultural milenario. A lo largo de la ruta nos hemos encontrado una serie de túneles, pero los que vamos atravesando en el tramo entre Tarma y San Ramón, simulan grandes taladros que atraviesan las sólidas entrañas de esas montañas y, cada vez que se ingresa a uno de ellos, a la salida el paisaje que nos recibe puede ser bastante distinto al anterior.
De pronto, un manto verde cubre los agrestes cerros que vamos descendiendo y llegamos a una pequeña población en la que sus habitantes nos ofrecen granadillas (realmente sabrosas) y truchas recién "cazadas", según dicen ellos mismos. Es claro que ya estamos en plena ceja de selva o selva alta y el aroma del ambiente nos embelesa con una bienvenida que deleita todos los sentidos. El calor empieza a sentirse y, claro, el sol refulge, como un antiguo emperador que domina todos estos confines con los sables infinitos de su luz. La llegada a San Ramón la hemos logrado en siete horas, finalmente, tiempo que, a pesar de todo, resulta razonable. La ciudad es pequeña y, desde luego, ni remotamente encontraremos las comodidades que se dejaron en Lima, la única metropoli en el país. Sin embargo, hemos llegado hasta aquí, justamente escapando de todo lo que es la estresante modernidad de la capital. Nos instalamos en el Hotel El Refugio, el mismo que resulta cómodo, con un ambiente que permite al turista vivir la ilusión de estar en medio de la selva: grandes árboles, abundante vegetación, algunos animales enjaulados. Asimismo, en la habitación hay un televisor con cable, el mismo que satisfacerá las demandas urbanas de mis dos pequeños hijos y nos permitirán pequeños lapsos de silencio. Jueves pernoctaremos aquí en San Ramón y el viernes, al mediodía, enrumbaremos hacia Satipo; los padres hemos llegado a ese acuerdo autoritario, para disfrutar de la selva selva. El mayor de mis hijos protesta, pues él quiere quedarse a vivir en El Refugio. Le explicamos que allá estaremos en otro hotel, igual de bonito. En el Refugio hemos disfrutado de la piscina, que a pesar de la hora está muy templada. Y el calor aquí en San Ramón no es muy fuerte.